Nunca le gustaron las despedidas cuándo se trataba de él, odiaba la forma de decir adiós y esos abrazos que aclamaban el final de su vida, aborrecía ese momento aunque sabía que solo era un hasta mañana, y por desgracia hacía más de doscientos días que le ocurría lo mismo y aún no se había acostumbrado.
Ella siempre pronunciaba un te quiero, se le colgaba de los labios y le acariciaba la lengua al soltarlo, intentaba ponerle toda la verdad a esa palabra, rellenarla de lo que sentía aunque esto fuera mucho más, y hacia luego ademán de besarle. Había veces que el gesto funcionaba y otras que se iba a la cama sin haber probado de su sabor y eso la enloquecia por completo creandole las más temibles pesadillas.
Cada vez que cerraba la puerta frente sí se veía atrapada, veía las escaleras con la puerta del ascensor delante suyo y empezaba el baile de lágrimas amargas que le bañaban todo el rostro meciendo sus pestañas y haciendo que el maquillaje corriera por sus mejillas. Maldecía el instante en que él se marchaba y ella, observándole desde la puerta veía como no se volvía para mirarle por última vez, en ocasiones pensaba que ni siquiera sabía que aún estaba allí, tan inmersa en sus sollozos por el solo echo de pasar otra noche más sin él.
Era la chica de las pequeñeces, y lo diría siempre aunque alguien se lo recriminara en algún momento, para ella, una palabra, un gesto o mirada antes de volverse de espaldas era el mundo, determinaba todos los sucesos hasta acabar el día.
En más de doscientas noches no cenó nada, y si lo intentaba era solo para hacerlo ver. Se quedaba sin hambre, sin sueño, sin vida, como apagada y le parecía irónico que los otros no se dieran cuenta a pesar de llevar tantos años viviendo a su lado, suponía que nunca tuvieron tiempo (ni ganas) de conocerla.
Se ponía nerviosa, y no podía parar de atragantarse con el oxigeno de los pulmones que tragaba a bocanadas para intentar espabilarse y vivir.
Cuándo se tumbaba en la cama había sollozos, siempre había sollozos, y su nombre en el aire, y las pesadillas que la aclamaban y la necesidad, obsesión, que se la comían, desgarrándole el alma y haciendo que su cuerpo quedará inmerso en una sangre interior que aniquilaba cualquier movimiento y mataba cada uno de los pensamientos que querían sobreponerse a él para poder descansar en paz.
Incluso a veces, pocas, gritaba, con toda las fuerzas y siempre se despertaba temblando, sudando y con los ojos rojos.
No sabía como explicarlo, como escribir su historia ni como gritarle todo eso a la persona que más quería en el mundo, que no son palabras, que són hechos, que no es invención, que todo esto es de verdad, que lo notaba en el pecho, que se asfixiaba, que no lo dice por decir. Porqué le ama, y el solo hecho de amar, siempre duele. Y ella estaba loca, loca loquisima por él, enamorada hasta los huesos.
Ella siempre pronunciaba un te quiero, se le colgaba de los labios y le acariciaba la lengua al soltarlo, intentaba ponerle toda la verdad a esa palabra, rellenarla de lo que sentía aunque esto fuera mucho más, y hacia luego ademán de besarle. Había veces que el gesto funcionaba y otras que se iba a la cama sin haber probado de su sabor y eso la enloquecia por completo creandole las más temibles pesadillas.
Cada vez que cerraba la puerta frente sí se veía atrapada, veía las escaleras con la puerta del ascensor delante suyo y empezaba el baile de lágrimas amargas que le bañaban todo el rostro meciendo sus pestañas y haciendo que el maquillaje corriera por sus mejillas. Maldecía el instante en que él se marchaba y ella, observándole desde la puerta veía como no se volvía para mirarle por última vez, en ocasiones pensaba que ni siquiera sabía que aún estaba allí, tan inmersa en sus sollozos por el solo echo de pasar otra noche más sin él.
Era la chica de las pequeñeces, y lo diría siempre aunque alguien se lo recriminara en algún momento, para ella, una palabra, un gesto o mirada antes de volverse de espaldas era el mundo, determinaba todos los sucesos hasta acabar el día.
En más de doscientas noches no cenó nada, y si lo intentaba era solo para hacerlo ver. Se quedaba sin hambre, sin sueño, sin vida, como apagada y le parecía irónico que los otros no se dieran cuenta a pesar de llevar tantos años viviendo a su lado, suponía que nunca tuvieron tiempo (ni ganas) de conocerla.
Se ponía nerviosa, y no podía parar de atragantarse con el oxigeno de los pulmones que tragaba a bocanadas para intentar espabilarse y vivir.
Cuándo se tumbaba en la cama había sollozos, siempre había sollozos, y su nombre en el aire, y las pesadillas que la aclamaban y la necesidad, obsesión, que se la comían, desgarrándole el alma y haciendo que su cuerpo quedará inmerso en una sangre interior que aniquilaba cualquier movimiento y mataba cada uno de los pensamientos que querían sobreponerse a él para poder descansar en paz.
Incluso a veces, pocas, gritaba, con toda las fuerzas y siempre se despertaba temblando, sudando y con los ojos rojos.
No sabía como explicarlo, como escribir su historia ni como gritarle todo eso a la persona que más quería en el mundo, que no son palabras, que són hechos, que no es invención, que todo esto es de verdad, que lo notaba en el pecho, que se asfixiaba, que no lo dice por decir. Porqué le ama, y el solo hecho de amar, siempre duele. Y ella estaba loca, loca loquisima por él, enamorada hasta los huesos.
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