domingo, 5 de septiembre de 2010

De repente, era como si el rugido de la muchedumbre, el eco del último timbre, el aplauso de mis compañeros o incluso el mismo latir de mi propio corazón quedase a kilometros de distancia, y lo que quedaba en ese extraño y amortiguado silencio solo era ella, quien cuyo arte, pasión y belleza había cambiado mi vida. En ese momento mi trunfo era la simple claridad, la realización de que siempre habíamos estado hechos el uno para el otro y que cada instinto de lo contrario había sido simplemente una negación de la siquiente verdad

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